Nunca
me había sentado a pensar en lo privilegiada y dichosa que soy por vivir en el
país en que vivo y tener las libertades que tengo.
Mientras
leía el libro “Yo soy Malala” comprendí que hay lugares donde las chicas como
yo ni siquiera pueden soñar con pintarse las uñas, usar falda o tener un
“apartamento de soltera” donde puedan vivir solas y ser independientes
económicamente.
No
pueden ir solas ni al mercado. Siempre deben estar acompañadas por un hombre,
aunque sea un niño pequeño de cinco años. No son nada por sí mismas. Dependen
de un varón siempre.
Pero
hay cosas aún más importantes, cuyas restricciones pueden ser terribles para la
vida de cualquier ser humano: el que le impidan estudiar; aprender a leer o
escribir, ir al colegio o cursar una carrera universitaria. ¡Cuán importante es
la lucha de Malala!
Creo
que no existe una mujer que no se sienta identificada y lastimada en lo más
profundo al leer el libro sobre esa jovencita que fue tiroteada por los
talibanes en Pakistán.
Aún
recuerdo cuando leía las noticias que salía todos los días en la Agencia
Internacional EFE sobre esa muchacha bajita con corazón de luchadora que había
estado a punto de perder la vida por defender el derecho de todas las niñas
musulmanas a ir a la escuela.
Esas
notas me partían el corazón. Y hoy le doy gracias a Dios porque Malala no haya
muerto, aunque su guerra apenas inicia.
Ojalá
las mujeres de todo el mundo tuviéramos tanto valor. Después de todo, todas
somos Malala. Todas tenemos nuestras propias guerras: contra el machismo, la
discriminación, la desigualdad, la violencia doméstica, las violaciones
sexuales, la falta de oportunidades y los prejuicios.
Malala
debería servirnos de ejemplo e inspiración. Nosotras deberíamos ser sus
discípulas.
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