Creo
que nunca he estado enamorada realmente, hasta ahora.
He
tenido dos novios maravillosos en toda mi vida. (Gracias a Dios por eso) El primero, un chico mayor que
yo, guapísimo, amable, sumamente simpático y cariñoso. El segundo, divertido,
brillante, muy seguro de sí mismo y además, periodista. De ambos estuve
sumamente enamorada. ¡Quizás demasiado!
Pero
antes de ellos, cuando tenía sólo once años, me enamoré perdidamente de un
compañerito de la escuela. Y sí, yo creo que uno se puede enamorar a cualquier
edad.
Él,
un moreno, orejón y sonriente aspirante a jugador de fútbol profesional fue mi
primer amor. Me volví loca. Pensé que me casaría y tendría muchos hijos con él.
Cosa que gracias a Dios, no pasó.
No
obstante, hoy me convencí de que nunca he estado realmente enamorada hasta
ahora. Y de una mujer. De mi ahijada preciosa de dos meses y medio, llamada
Kendy.
Creo
sinceramente que un ser humano no puede decir que conoce el amor, hasta que no
viva la experiencia de sentir que todo mejora con sólo recordar la sonrisa o la
mirada de un bebé.
Esa
es la pura y plena realidad que estoy disfrutando en este momento. Antes, mis
sobrinos me habían alegrado la vida. De hecho, mi adorado Jordan Miguel tiene
hoy 16 años y está iniciando la universidad. Siempre ha sido y será mi pequeño
bebé de ojos verdes, a quien amo con locura.
Pero
ahora, que no sólo soy tía sino también madrina de la pequeña Kendy, puedo
saber lo que se siente estar cerca (aunque sea un poco) de la experiencia plena
y perfecta de ser mamá.
Kendy
es la luz de mi vida. Sus ojos azules me alegran la mañana. Alzarla, mimarla,
darle besos y pasearla en el pequeño cochecito rosado por toda la casa, una y otra vez, para que
se mantenga tranquila, me hace sentir más útil que si escribiera cinco
reportajes de denuncia seguidos.
Esperar
a que llegue el fin de semana en que viajaré a Pérez Zeledón, con el único
objetivo de ver a mi madre y a la bebé, convierten las dificultades y retos de
cada día, en un simple escalón más.
Ser
madrina es una gran responsabilidad. Ya me voy dando cuenta. Ahora entiendo a
mis pobres padrinos que no sabían que hacer conmigo cuando adolescente. Ser
madrina es un compromiso con Dios, con la vida, conmigo misma y con otro ser
aún más importante que mi propio yo.
Pero
por lo mismo, ser madrina es una razón más para vivir. Y no sólo para vivir,
sino para ser feliz mientras vivo.
Ser
madrina además, me ha enseñado que hay distintas formas de amar. Que el amor
tiene mil y una forma de mostrarse al mundo. Que un solo corazón tiene espacio
suficiente para toda la humanidad.
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