El otro día estaba pensando
en lo privilegiadas que somos las mujeres de las nuevas generaciones – pese a
todo el trabajo que aún falta por hacer para alcanzar la equidad de género –
gracias, precisamente, a la lucha incansable de nuestras madres y abuelas.
Ellas fueron las que
iniciaron esta odisea; las que se pusieron los primeros pantalones
(literalmente); las que se abrieron campo en la universidad, en el sector
laboral y exigieron respeto en su propia casa, incluso.
En el caso de mi mamá, ella
fue la que preparó el camino para mí. La que me dio la oportunidad de tener una
vida diferente a la suya.
Hace una semana me contaba
cómo tuvo que enfrentarse a sus hijos varones – e incluso a algunas de sus
hijas – para que yo pudiera ir al colegio, y estudiar locución cuando
sólo tenía 14 años. Me explicó que algunos familiares hasta se burlaban de
ella, diciéndole que sería su culpa si yo me corrompía, “me echaba a la calle y
terminaba embarazada y soltera, criando un hijo sola” (como si ser madre
soltera fuera el peor pecado del mundo).
Me contó cómo, tras la
muerte de mi papá, tuvo que hacerse cargo de la casa pese a haber dependido
siempre de las decisiones de su marido – quien la acompañó durante 47 años de
matrimonio – y tuvo la valentía de venderlo todo para darme la oportunidad de
salir de Chánguena a buscar un futuro mejor en Pérez y después en San José (con
ayuda de una beca).
Incluso ahora, con 76 años
de edad y algunos problemas de salud, sigue estando presente, alentándome en
mis locuras, mientras curso la maestría, sueño con viajar por el mundo, escribir
un libro y dedicarme al periodismo de Derechos Humanos. Ella es la única fan que tengo, la única que no claudica
y que nunca me cortó las alas.
A pesar de ser una mujer
humilde, sin estudios, dedicada por completo a su familia y su hogar, supo
entender que su hija es diferente: soñadora, independiente; la apoyó hasta
verla convertida en una profesional y en el proceso, tuvo que defenderla con
garras y dientes de quienes querían minar sus esfuerzos desde una caótica
relación familiar (esa que la gente cree que le da derecho a meterse donde nadie
la llama).
Puede que algunos me
consideren la oveja negra de la familia, la rebelde sin causa que nunca se
casará ni tendrá hijos, la solterona loca (espero no ser nada de eso en verdad), pero
sé que para mi mamá sigo siendo su princesa cuenta cuentos y ella mi Príncipe
Azul.
Pero lo mejor es que sé que
mi mamá no está sola. Hay muchas madres como ella que tuvieron que luchar para
que sus hijas pudieran estudiar, hacer una carrera, conseguir un buen trabajo,
tener una mejor calidad de vida y seguir sus sueños.
En definitiva, ellas son
las verdaderas heroínas.
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